Volví a ir conduciendo, una vez
solucionados los casi interminables problemas burocráticos para matricular el
vehículo de la organización para la que trabajo. Una vez más me enfrenté con
ahínco a ese duro camino al que parece que tienes que vencer curva a curva,
pendiente a pendiente. Un camino cada vez peor, aunque parezca increíble. Cada
lluvia arrastra más la tierra, abre profundas grietas, hace aflorar la roca y
lo hace cada vez más difícil.
Nadie mantiene los caminos, ni el
Estado, ni los ayuntamientos, ni las comunidades por las que pasan. Si las
carreteras son el esqueleto que sustenta una nación, Haití parece deshacerse
cada día un poco más, A veces da la impresión de que los caminos, más que unir,
separan a los pueblos.
Sin embargo, aunque pasé parte
del día inmerso en estos pensamientos pesimistas, la tarde me ofreció una sorpresa.
Mi colega haitiano me propuso volver por un camino distinto, por una ruta que
no conocía; no habitual. Y, de repente, cambié el espíritu de lucha y de
dominación de un camino, para dejarme llevar por la actitud de pasear y
disfrutar del viaje. En algún momento incluso me reconocí admirando rincones de
excepcional belleza; suaves caminos cubiertos de hojas amarillas, como en el
otoño de los cuentos…
Y a la vuelta de una curva, al
final de una pendiente me encontré con la extraña imagen de un viejo, frondoso
y retorcido árbol surgiendo de entre los restos de un viejo tractor… ¿Un
símbolo? ¿Una alegoría? ¿Un sueño materializado? Realmente no lo sé; no le
encuentro ninguna explicación. Pero tal vez una de las enseñanzas que estoy
adquiriendo durante mi estancia aquí es que no todas las cosas tienen una
explicación, ni tienen por qué tenerla.
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