martes, 31 de enero de 2012

Mis hijos no lo tienen fácil.


La verdad es que no.  Además del lastre de tener que soportar a “el peor padre del mundo”, el mundo en que les ha tocado vivir, si se mira bien, tampoco es, precisamente, el mejor de los posibles..
Se suele decir que es una generación que lo tiene todo. Bueno, habría que plantearse de qué está lleno ese “todo”. O quizá, más bien, de que les hemos llenado ese “todo”. Tal vez es una enorme burbuja llena de bienes materiales, en las que no están aislados, sino que disponen de unas enormes ventanas para asomarse al mundo a través de internet y las redes sociales.
A través de esas ventanas están en contacto con jóvenes en su misma situación. Asomados a un mundo real que no han creado, un mundo que no les pide opinión, pero que no para de reclamarles que lo consuman.
Desde luego, muchas cosas de ese mundo real no les gustan; por eso, seguramente, tratan de crear una nueva realidad. Una realidad en gran parte virtual, pero que tal vez sea una especie de proyecto, de ensayo, para ese nuevo mundo real que ellos y ellas quisiera crear cuando les dejen un hueco…
Dicen que esta generación será la primera que vivirá peor de lo que lo han hecho sus padres. Les tocará vivir con los despojos de ese “estado del bienestar” que hemos comenzado a desmantelar antes siquiera de que supiéramos realmente de qué se trataba… No extraño pues que nuestros jóvenes comiencen a vivir, por anticipado, en ese “estado de malestar” que parece que van a recibir, inevitablemente, de herencia.
¿Inevitablemente? Esta generación se dice que es también la primera que puede enseñarle bastantes cosas a sus padres. Se habla de que es una generación de “nativos digitales”, con una manera totalmente distinta de entender la comunicación y las relaciones humanas. Una manera a la que los menos jóvenes, “migrantes digitales”, intentamos también adaptarnos; a menudo con poco éxito y notorias “meteduras de pata”…
Quizá esos nuevos modos de “navegar” por las procelosas aguas de un mundo globalizado, (para lo bueno y para lo malo…), consigan alejarnos de los cantos de las sirenas de la “inevitabilidad”.
Decimos que nuestros hijos e hijas no tienen ilusión, pero, seguramente, lo único cierto es que no comparten nuestras ilusiones. Esas ilusiones ya gastadas; suponiendo que aún existan en nuestro interior… En nuestro profundo interior, porque lo cierto es que los mensajes que transmitimos no son precisamente muy “ilusionantes”, ni para ellos ni para nosotros.
Escuché hace poco que la Vida hay que entenderla mirando hacia el pasado; pero que hay que vivirla con la vista puesta en el futuro. Mientras tanto, estamos todos juntos en este presente hostil. La experiencia nos dice que de todas las crisis se sale, pero también que se sale más rápido si se consigue cambiar los paradigmas.
Quiero creer mi generación puede aportar todavía algo de experiencia útil, que unida a las nuevas ilusiones y nuevos paradigmas de nuestros hijos, nos pueden permitir construir un futuro.
La Historia no ha terminado.

domingo, 29 de enero de 2012

El peor padre del mundo


Tengo dos hijos. Ambos fueron hijos deseados. No me pregunten por qué, pues no podría explicarlo, pero así fue.
A pesar de eso, nunca he estado muy seguro de ser un buen padre. Los hijos no vienen con manual de instrucciones, y, si algo aprendí sobre la marcha es que tampoco suelen ser muy útiles los consejos de otros padres, tengan la edad que tengan.
En estas últimas semanas, sin embargo, ya he alcanzado una seguridad. Mis dos hijos me han convencido que de que soy el peor padre del mundo.
Todo lo que hago está mal hecho. Todo lo que digo es una estupidez. No puedo aportarles nada, ni hay nada que pueda enseñarles. Me consideran ya “amortizado”.
Bueno, la verdad es que tampoco es exactamente así. Realmente consideran que todavía puedo aportarles algo: un plato de comida, un lugar donde dormir y conectarse a Internet y una asignación mensual.
Eso sí, no puedo pedirles que comamos todos juntos; no debo imponerles a qué hora tienen que venir a dormir ni pedirles que ordenen su habitación; no tengo que plantearles que quizá pasan demasiadas horas conectados a Internet; no puedo preguntarles en qué emplean su dinero, ni siquiera puedo acompañarles y/o aconsejarles en sus compras.
En general, si estoy callado no hay demasiados problemas. Pero la situación se torna inestable cuando pretendo “meterme en sus vidas”. Unas vidas que, según me cuentan, son en todo perfectas cuando están fuera de casa (eso incluye sus horas de “vida virtual” en internet…), pero que se tornan insoportables cuando entran por la puerta.
No sé, supongo que tal vez sea un poco de envidia de esas vidas tan maravillosas que ellos son capaces de encontrar en el exterior… ¡con la que está cayendo! Quizá hayan aprendido a conformarse con esas pequeñas alegrías y satisfacciones que se encuentran con amigos y compañeros… Lo cual no es malo, al contrario. Pero, entonces, ¿por qué es tan complicado verles alegres y satisfechos en casa? ¿Cómo es que se incrementa tanto su nivel de exigencia al volver a casa?
Parece ser que el único papel que me resta es el de fiel sirviente y puntual proveedor de recursos económicos, alimenticios e informáticos. Todo lo demás que haga o diga, lo haré solo “por fastidiarles”, o “les agobiará”.
Y si no soy capaz de ceñirme al escueto papel que se espera de mí, la amenaza, repetidamente expresada es que “se irán de casa”.
Hoy le he dicho a uno de ellos que, si toma esa decisión, antes de cerrar la puerta mire a ver si queda alguien en casa, no vaya a ser que me haya ido yo antes…