Estaba en la ladera de una
montaña, subiendo por un camino muy empinado, pero, sobre todo muy estrecho. A
mi izquierda tenía una enorme pared vertical y a mi derecha un tremendo
barranco, no menos vertical. El camino apenas me permitía avanzar de frente; tenía
que hacerlo casi de lado.
Pero no estaba solo. Delante de
mí tenía a un grupo de personas. Uno de ellos hablaba de lo maravilloso que era
el lugar que encontraríamos arriba, al final del camino. Pero, sin embargo,
nadie avanzaba; todos estaban parados. Detrás, tenía otro grupo de personas que
me seguía y me miraban como preguntando por qué estábamos parados.
Yo no me sentía cómodo en ese
camino; no me sentía seguro. Incluso podría decir que tenía miedo. No tenía
mucho interés por seguir en ese camino. Pero no podía retroceder; no había
espacio para hacerlo ni para dejar pasar al siguiente. Eso me angustiaba.
Delante de mí no dejaban de decir
lo estupenda que sería la vista desde arriba; pero nadie avanzaba. El grupo que
tenía detrás me hacía sentir incómodo.
Finalmente, encontré una manera
de bajar, atajando por el barranco. Por el camino, perdí una de mis botas; unas
botas que tengo hace tiempo. Sin embargo, justo al llegar abajo encontré otra.
Era distinta, no era de mi talla, pero la puse para terminar el camino.
Llegué a donde me alojaba. Era un
gran hotel o residencia. En la recepción no había nadie, Cada uno tenía que
buscar su llave. Yo no lograba encontrar la mía entre las muchas que había. Era
la de la habitación 313. Algún detrás de mí dijo que esa habitación no existía.
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