martes, 28 de diciembre de 2010

La horita haitiana

Uno de los conceptos menos universales es la puntualidad. Hay países en los que ser puntual es parte de inexcusable de la buena educación. Sin embargo, existen otros en los que el acudir a una cita a la hora prefijada puede ser mal visto, o, al menos suponer una situación un tanto ridícula, como puede ser que nadie sino tú haya acudido o que, en el caso de una invitación a una casa, ni los anfitriones estén preparados.

En Haití parece manejarse el concepto de la “horita haitiana”. Es algo un tanto surrealista, porque ya no solo se trata de falta de puntualidad, sino que condiciona la realización real de las actividades previstas. Creo que básicamente se trata de una especie de acuerdo: “Vale, si os empeñáis en quedar un día y a una hora determinada, lo hacemos; pero realmente haremos lo que mejor nos parezca.”

De todos modos, la “horita haitiana” no es patrimonio exclusivo de los nacidos en esta tierra, pues he podido comprobar que los extranjeros también la adoptan fácilmente.

Como muestra, puedo hacer un recuento de mis citas de los últimos días. El viernes quedamos a cenar a las ocho de la tarde. A las ocho y cuarto llamamos a unos invitados; no dicen que ya están viniendo. Como a las nueve todavía no habían llegado todavía, les volvemos a llamar. Nos dicen que sí, que ahora viene, que lo que ocurre es que se habían quedado dormidos…

Sábado. Nos invitan a una cena “a partir de las seis”. Decidimos acudir a las siete y media. Aparecemos en medio de una especie de debate político con unas cincuenta personas reunidas. Finalmente, la cena se sirvió a las diez y media.

Domingo. Soy invitado a una barbacoa en una casa de la playa. A partir de las doce. A las doce y media llamamos a los anfitriones para confirmar el lugar. Prácticamente les sacamos de la cama. No nos esperaban. Llegamos al lugar, ni casa, ni playa, ni barbacoa…

Lunes. Hay convocada una sesión de formación a las nueve de la mañana para unas sesenta personas. A las diez solo han acudido veinte. El almuerzo es servido puntualmente a las diez y media, pero el trabajo no comienza hasta las once.

Para terminar, solo aclarar que en el primer y tercer caso, todos los implicados eran extranjeros.

El reloj de la catedral de Jacmel quedó detenido en el momento del terremoto del 12 de enero. Pero estoy convencido que muchos otros relojes de este país están parados desde bastante tiempo antes.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Esencias del Caribe

Ayer a las cuatro de la tarde estaba bañándome en las cálidas aguas del mar Caribe. No pude evitar pensar que, en esos momentos, eran las diez de la noche en España, y que, según mis informaciones, la mayor parte del país tenía temperaturas bajo cero.

Son las cosas que tienen el cambio de hora y también los cambios de latitud. Siempre recuerdo una tira de Mafalda en la que la pobre no puede dormir pensando en que los chinos, en ese mismo momento están todos trabajando…

Cada vez que oigo declamar discursos proclamando verdades absolutas a nivel universal pienso en cosas como esas. No creo que exista una sola manera de entender el mundo, Tampoco estoy muy seguro de que el lugar donde uno nace, o en el que vive, condicione necesariamente su manera de enfrentarse a la vida, pero sin duda tiene una cierta influencia en el modo de ver las cosas.

El sábado, en una reunión me preguntaron sobre mi opinión personal, como extranjero, sobre la actual situación de Haití. Mi respuesta fue que todavía no puedo entender muchas cosas. Sobre todo, me cuesta llegar a saber, o a entrever siquiera qué es lo que pasa por la cabeza de los haitianos, que, son, al fin ya al cabo, los que deberían ser los dueños del destino de este país.

Quizá todavía me he bañado poco en estas aguas. Todavía no me he impregnado suficientemente de las esencias de este país. Pero estoy en ello.

martes, 21 de diciembre de 2010

Día de cometas

Esta noche había eclipse de luna. La última luna llena del año, la luna de la noche más larga, no quería mostrar su rostro. Tal vez avergonzada, tal vez horrorizada, tal vez asqueada de todo lo que ha tenido que contemplar este año desde su privilegiada posición en el cielo. En todo el mundo, pero especialmente en esta isla que un día fue “la Perla del Caribe”.

Me he levantado con ese pensamiento, no demasiado alegre, pero mientras desayunaba he visto cuatro patos, muy formales, en fila, camino de su baño matutino; y una leve sonrisa ha brotado en mis labios.

Más tarde, camino de la oficina, me he cruzado con un par de niños que, ilusionados, portaban una cometa. Una cometa pobre, rudimentaria, pero que ellos habían hecho con sus propias manos. Y he pensado que sí, que después de todo, hoy puede ser un buen día para volar cometas.

También espero que el próximo año sea mejor para Haití. La verdad es que con una fría lógica estadística, no puede ser mucho peor… Deseo que pase lo que pase, sean los haitianos los que construyan con sus propias manos su futuro. Que, aunque sea de una manera modesta, consigan, como esos niños, entregar al viento y echar a volar sus propios sueños.


domingo, 19 de diciembre de 2010

El mes de las bodas

Ayer estuve de viaje de trabajo. Tuvimos que madrugar bastante. Salir a las cuatro de la mañana es lo habitual aquí cuando uno quiere “aprovechar el día”, sobre todo teniendo en cuenta que recorrer los setenta y cinco kilómetros que nos separaban del destino, nos llevó unas cuatro horas.

Bueno, el caso es que ayer mi compañero de viaje, un ingeniero agrónomo de nuestra organización contraparte local, tenía un poco de prisa para volver. Estaba invitado a una boda. Me explicó que en Haití, diciembre es el mes de las bodas. Yo le dije que en España no es mes demasiado popular, tal vez por el frío que hace. Supongo que aquí la popularidad de diciembre para los matrimonios se basará en que, dice la tradición, en diciembre nunca llueve. Aunque la sabiduría popular se está equivocando este año, pues en lo que llevamos de mes, ha estado una semana lloviendo, y el resto, nublado.

Pero es que este ha sido un “annus horribilis” para Haití. Un año que empezó con un terremoto, continúo con una epidemia de cólera y un huracán, y va a terminar con una crisis política sin visos claros de solución.

Pero no por eso, dejan de hacerse bodas en diciembre. Dejé al compañero en su casa para que se acicalara y regresé a mi hotel. Estuve un rato en mi habitación y me extrañó un poco que la música exterior estuviera puesta a todo volumen. Nos “deleitaba” con una extraña mezcla de villancicos “new age” y canciones de Julio Iglesias en francés… A la hora habitual, me dirigí al comedor a cenar, y, cuál no sería mi sorpresa cuando aparezco en medio de un banquete de bodas. Se casaba un amigo de la dueña del hotel que, cuando me vio, no dudó en invitarme a sentarme a una de las mesas. Yo me excusé diciendo que no iba “bien habillé”, no estaba vestido para la ocasión. De todos modos, aproveché para pedirle que les deseara a los novios lo que se suele decir en mi pueblo en estos casos: “Que sea para bien”.

Esos son también mis deseos para el próximo año para este país; que ocurra lo que tenga que ocurrir en 2011, pero “que sea para bien”. Haití ya ha tenido suficientes males en 2010.

El cementerio y la princesa

En Jacmel hay un enorme cementerio que, como en otros lugares, parece una ciudad dentro de una ciudad.

Pero en las zonas rurales no suelen existir cementerios como tales. En ocasiones se encuentran pequeños grupos de tumbas en alguna curva o cruce del camino. Pero lo más habitual parece ser que cada familia entierre a sus muertos en la tierra donde vivieron. Así, es muy frecuente ver, junto a la casa donde viven los vivos, otra construcción que vendría a ser la “casa” de los antepasados muertos.

La verdad es que a los europeos nos choca bastante esta costumbre. Nosotros enterramos a nuestros difuntos lejos de nuestra casa, en enormes ciudades “solo para muertos”, en las que los vivos solo son admitidos, “de visita”, a ciertas horas.

Las tumbas haitianas son de diferentes tipos. Supongo que dependiendo de la importancia del difunto y el cariño o el respeto de sus descendientes. Las más antiguas tienen cierto empaque, con todo ese musgo y esa pátina en la piedra que dan los años. Algunas están pintadas de colores incluso alegres. Pero las más recientes suelen ser simplemente grandes cubos de cemento y hormigón, que, en ocasiones, parecen más grandes y fuertes que la casa de los vivos. De hecho, la mayoría de las tumbas han resistido el terremoto del 12 de enero mucho mejor que las viviendas.

La convivencia de las familias con sus difuntos parece pues mucho más “normalizada” en Haití que en España, por ejemplo. Eso lo pude comprobar muy bien ayer. Por una serie de circunstancias, me encontraba sentado en una silla, delante de una casa, esperando a que unas personas terminaran de comer para continuar viaje con ellos. Enfrente, a unos diez metros, tenía una tumba, pude deducir que de cuatro personas, tan grande como la casa misma. Sobre la tumba había ropa recién lavada, y, junto a ella, cuatro muchachos de entre 10 y 16 años, todos chicos. Apoyados en un Jeep Wrangler que resultaba totalmente anacrónico, pero que pensé sería regalo de algún pariente emigrado a los Estados Unidos.

La actitud de los muchachos resultaba bastante similar a la que tendrían chicos de su edad en España: entre desafiante y displicente; sobre el coche, como posando para una foto que nunca hice.

Pero entonces, en medio de esa escena, apareció ella. Una niña como de seis o siete años, vestida como una princesa de cuento, con un gran cubo de plástico en la mano. Cruzó sin decir nada entre nosotros, y a los cinco minutos volvió con el cubo lleno de agua sobre la cabeza. Entonces me fije que sus ropas de princesa estaban algo desgarradas. Gran parte de los haitianos se visten a partir de la ropa usada viene de los Estados Unidos y se vende en grandes fardos en cualquier mercado local. Esa princesa pues, era “una princesa de segunda mano”. Pero, sobre todo, una futura mujer haitiana, trabajadora esforzada, a la que sus hermanos mayores, futuros hombres haitianos, ni siquiera se planteaban ayudar a llevar su pesada carga. Supongo que su pensamiento estaría más bien en emigrar cuanto antes y poder ser orgullosos dueños de un vehículo como aquel en el que estaban subidos.


miércoles, 15 de diciembre de 2010

El niño de las flores amarillas

Hoy leía en un periódico local que los políticos de este país parecen todos atrapados por el “dilema del prisionero”. Como en esa prueba, si nadie quiere perder y todos quieren ganar, ocurrirá lo peor para todos. Aunque, como casi siempre, el principal perjudicado será el pueblo haitiano, que ya no sabe si tiene que echarse a la calle para derrocar a un presidente, para denunciar un fraude, para apoyar a un candidato o, simplemente, para expresar toda su rabia acumulada por tantos meses, (y tantos años…), de desidia por parte de todas las instituciones que dicen velar por ellos.

Iba yo pensando en temas tan profundos, cuando me he cruzado con chiquillo de unos cinco o seis años que iba mirando con arrobo unas florecitas amarillas que llevaba en su mano. Quizá se las iría a ensañar a su madre o a una de sus hermanas. He mirado a mi alrededor para ver dónde las había podido encontrar, pero solo he visto escombros y un montón de basura, con un par de cerdos y unas cabras buscando su sustento. Debe ser verdad que solo lo poetas y los niños son capaces de encontrar la belleza en cualquier lugar.

Aunque, tras unas reflexiones tan líricas, he recordado que ese niño, a esa hora, debería estar en la escuela; pero la mitad de los niños haitianos no van a la escuela porque sus familias no tienen dinero para pagar los uniformes y los útiles escolares.

Malos tiempos para la lírica.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Domingueando


En todos los lugares del mundo tiene que haber un gringo loco (bueno, en ocasiones más de uno). El de Jacmel es francés y se dedica al parapente. Se gana la vida enseñando a los turistas cómo es Haití desde el aire colgando de un paracaídas amarillo y rojo.

Así que esta mañana me invitaron a unirme a la expedición que iba a subir a La Vallée, el municipio del al lado, a encontrarse con él.

Esta vez viajamos en un Tap Tap propio e improvisado: nueve personas en la camioneta de una de las ONGs que trabajan aquí; la mayoría de ellas fuera en la parte de atrás, claro.

Durante el viaje, de alrededor de una hora, atravesamos una de las zonas más verdes y cuidadas que rodean a Jacmel. En esta zona me contaban que las casas tienen mucha mejor pinta porque casi todas las familias tienen a uno de sus miembros en Estados Unidos o Canadá que les envía dinero regularmente.

Llegados al punto de encuentro con el “piloto” subimos hasta una hermosa pradera en lo alto de una colina desde donde la vista era espectacular. De inmediato se desplegó el parapente y nuestro anfitrión comenzó a realizar un par de vuelos él solo para tantear las condiciones del viento.

Finalmente, decidió que hoy no era el día. No hacía sol y no encontraba las corrientes térmicas necesarias para un buen vuelo. Pese al chasco que supuso no poder volar, me sorprendió agradablemente su sentido de la responsabilidad, tan necesario en este país.

A la bajada entramos a comer en lo más parecido a un restaurante de carretera que puedes encontrar por aquí. El menú era sencillo: arroz con cabrito o bien cabrito con arroz. Nos decidimos por la primera opción.

Se echó de menos la posibilidad de tomar un cafecito después de comer, aunque no faltaban, como en ningún lugar del mundo, un surtido de alcoholes varios aprovechando los recursos locales.

Bueno, otra vez será.


domingo, 12 de diciembre de 2010

De marcha



Ayer sábado me propusieron salir a caminar al campo. Se trataba de dejar la ciudad por unas horas y descubrir nuevos parajes en el entorno cercano de Jacmel.
El día estaba un poco nublado, lo que favorecía nuestras intenciones. En este país, a veces pienso que lo único que realmente llega a ser de justicia es el sol…
Nos reunimos un pequeño grupo de seis personas, de cuatro nacionalidades, y tomamos un Tap Tap hasta el punto de partida de la caminata.
Seguimos una pista de tierra que, al principio era un camino suave, pero luego comenzó a empinarse más y más hasta extremos casi inconcebibles para una ruta destinada, en principio, a ser recorrida por vehículos. Algunas personas del grupo decidieron subir por la carretera avanzando en zig zags de lado a lado de la misma; tal era la pendiente. Al llegar a un recodo del camino encontramos a un grupo de hombres y mujeres que lo estaban reparando y entonces elaboré una teoría sobre por qué la carretera seguía ese trazado “tan directo”. Esta pista, como la mayor parte de las de Haití, ha sido abierta a pico y pala, sin ayuda de de maquinaria; de modo que se trata de aprovechar al máximo el esfuerzo dedicado, sin perder el tiempo haciendo curvitas que, si bien servirían para conseguir pendientes más suaves, significarían un incremento muy considerable del tiempo y el sudor necesario para construir el camino.
Aunque al final debe existir una especie de ley universal de conservación del sudor, porque el que se ahorraron para construir la carretera, lo fuimos derramando nosotros para recorrerla.
Sin embargo, el esfuerzo mereció la pena. Llegamos a una laguna natural preciosa. Una grata sorpresa que compensó nuestra fatiga. Allí pude comprobar que sí hay pájaros en Haití. Pude ver varias especies de aves acuáticas sobrevolando la laguna e incluso escuchar el canto de algún tímido pajarillo. También una muchacha cantaba una bonita canción mientras lavaba la ropa en la orilla. En resumen, resultaba un entorno casi idílico.
Ascendimos un poco más por la ladera. Todo el camino íbamos encontrando junto al camino las pequeñas casas de las familias campesinas y sus parcelas de banano y otros cultivos. En Haití es difícil encontrar zonas no humanizadas. Me contaban una vez que los haitianos lucharon durante su guerra de independencia por abandonar las plantaciones donde cientos de ellos vivían esclavizados y conseguir tener, cada uno de ellos su propia tierra, su propia finca, aunque fuera pequeña. Esta filosofía, este sentimiento de independencia extrema, dificulta sin duda, aún más, el alcance de los servicios básicos a toda la población, pero forma parte de la idiosincrasia local.
Finalmente, al final de nuestro ascenso, alcanzamos a tener una vista extraordinaria sobre la laguna, pero también sobre el mar Caribe al fondo. Desde allí pude confirmar que, contrariamente a lo que suelen decir todas las guías turísticas, Haití no es un país devastado, esquilmado y totalmente deforestado, sino que aún quedan parajes de extraordinaria belleza que en nada tendrían que envidiar a otros universalmente reconocidos. Desde luego, las infraestructuras turísticas no son muchas, pero, como en tantas otras cosas, “todo es ponerse”, y, sin duda, no sería tan difícil crear fuentes de trabajo y de ingresos para las familias de este país, respetando sus costumbres y su modo de vida.

Pequeñas contradicciones de Jacmel.


Acabo de escribirle a un amigo que realmente, para bien y para mal, este es un país donde "todo se guisa" en Puerto Príncipe y las ciudades pequeñas, como Jacmel, se ven mucho menos afectadas por las convulsiones políticas que están castigando, aún más, este país. De modo que mi vida aquí se desarrolla con toda la normalidad que se puede esperar de un entorno tan imprevisible como éste.

Este entorno imprevisible se refleja a veces en las pequeñas, o grandes, contradicciones que uno se encuentra a su alrededor.

En el local donde estaba comiendo me di cuenta de que, en la mesa del al lado, un muchacho de unos quince o dieciséis años estaba manejando un iPad. Se trata de un chisme electrónico de última generación, bastante aparatoso, y con un precio de entre 500 a 700 euros.

Pocos minutos después salí del local camino de mi hotel. A los pocos metros, un señor, arrugado por la edad y el trabajo, tenía expuestas dos puertas. Las vendía. Ignoro si eran las de su casa o las había fabricado él y esperaba, pacientemente, que pasara alguien que necesitara precisamente ese tipo de puertas y de esas medidas.

Estoy casi seguro de que los dos protagonistas de esta pequeña historia no eran parientes, Pero los dos son haitianos y viven en Jacmel.


sábado, 11 de diciembre de 2010

Tap Tap



Hoy ha sido mi primer contacto con el principal medio de transporte de Haití: el Tap Tap.

Se trata normalmente de pequeñas camionetas pick con dos bancos corridos de madera en su parte trasera, que terminan sobresaliendo de la plataforma del vehículo. Esta sencilla “obra de ingeniería” permite el transporte de hasta doce personas… o más, dependiendo de la necesidad.

En Puerto Príncipe los Tap Tap suelen estar pintados con colores vivos, de manera las calles parecen una exposición móvil de arte popular. En Jacmel normalmente son mucho más discretos. Lo que casi nunca falta en ellos son invocaciones a la omnipotencia de Dios o peticiones de ayuda y protección al Altísimo. Eso está muy bien, porque, al fin y al cabo, es la única medida de seguridad con la que cuentan esos vehículos.

Cada vez que los veo me pregunto si los fabricantes de esos Nissan o Toyota son conscientes de todo lo que pueden aguantar sus vehículos. Cien veces reparados y mil veces remendados, los Tap Tap son realmente la fuerza que mueve este país.

Pero, sin duda, lo que más me gustó de la experiencia fue descubrir por qué se llaman Tap Tap. Una vez que uno se monta en esos humeantes y tremendamente ruidosos vehículos, resulta en ocasiones un poco difícil comunicarse con el conductor para decirle dónde quiere uno bajarse. Pero lo que suele hacerse es golpear un par de veces con una moneda en la chapa del techo; ese sonido: “tap, tap”, es el que el conductor reconoce como señal y el que da nombre al medio de transporte nacional haitiano.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

La Casa Roja

Cuando hace unos meses me planteé la posibilidad de venir a trabajar a Jacmel, comencé a consultar internet para saber más sobre este lugar, como una persona de mi tiempo que soy. (Enseguida he aprendido que la mayor parte de las cosas que conviene saber de Jacmel no parece en la red; pero eso es otra historia…)
Localizando la situación de la ciudad con Google maps, encontré también fotos de sus calles y sus edificios. Uno de los que más me llamó la atención fue la Maison Rouge, “la Casa Roja”, uno de los testimonios emblemáticos de su pasado de floreciente ciudad comercial del siglo XIX.

Jacmel ha tenido un antes y un después con el terremoto del 12 de enero. Todas sus infraestructuras básicas y gran parte de los edificios oficiales quedaron destruidos o seriamente dañados.
Sin embargo, el deterioro de su patrimonio monumental ya había comenzado años antes del seísmo. De hecho, justo este año estaba previsto incluir a Jacmel en la lista de la UNESCO de Ciudades Patrimonio de la Humanidad. Un patrimonio ya en peligro.
Así pues, llegué a Jacmel con la imagen de la Casa Roja en mi retina. Pero hasta el domingo pasado no la encontré. Pero el tardar tanto en descubrirla no fue porque estuviera escondida. Había pasado varias veces por delante sin darme cuenta. No fue capaz de verla. Su imagen actual, su ajado esplendor, no se corresponde con la imagen ideal que tenía en mi mente.
Hoy he tenido la ocasión de visitarla; de entrar en ella; de recorrer sus habitaciones. Me sentía casi inmerso en una novela de García Márquez, sintiendo mucho más de cien años de soledad entre sus paredes.
Y, sin embargo, no estaba sólo.
La cooperación española ha instalado allí una escuela-taller, para que jóvenes haitianos aprendan un oficio a la vez que colaboran con su trabajo a la rehabilitación del edificio.
Hoy era un día tenso en las calles de Jacmel y de todo el país. Anoche fueron publicados los resultados electorales. Unos resultados que nadie cree, que a nadie contentan y que solo parecen servir para que miles de personas salgan a la calles a dar rienda suelta a su rabia contenida. Rabia por tanta dejadez e inoperancia, por parte de su gobierno y por parte de las instituciones internacionales responsables de apoyar a ese gobierno.
Sin embargo, en la Casa Roja se respiraba calma y sosiego. Hoy, un día en el que muchos colegios y comercios han cerrado, los alumnos de la escuela-taller acudieron bien temprano. Le pidieron a la directora que, por favor, les permitiera trabajar. En medio de toda esta incertidumbre ellos preferían pasar el día pensando en otra cosa; aprendiendo, practicando, soñando, tal vez, con un futuro mejor para ellos y para este país.

martes, 7 de diciembre de 2010

Sellos


Los que me conocen un poco saben que a menudo explico que el trabajo en cooperación internacional dista mucho de la imagen tipo “Indiana Jones” que se tiene desde fuera.

Hoy he empezado la mañana con una tarea que confirma esa afirmación. Se entregaron herramientas agrícolas a 658 familias campesinas. Para cada una de esas entregas se levantó un acta. Y cada una de esas actas debía llevar un sello del proyecto y otro de mi organización.

De manera que he tenido oportunidad de dar rienda suelta a ese funcionario que todo español lleva dentro… Sellando, sellando, sellando.

Cada una de las actas debía llevar adjunta una fotocopia del documento de identificación. En la mayor parte de los casos, se trata de la tarjeta nacional de identidad; pero puede ser también el permiso de conducir, o bien la tarjeta electoral o la de la dirección general de impuestos que también incluyen fotografía. Pero el caso más curioso ha sido el de quien presentó como documento de identificación el carnet de miembro de la Iglesia Evangélica Indígena.

Finalmente la tarea no fue tan aburrida.


lunes, 6 de diciembre de 2010

Historias de los campos


Esta tarde he visitado uno de los campos de refugiados de Jacmel.

Casi once meses después del fatídico 12 de enero de 2010, todavía cientos de familias viven en tiendas de campaña en el centro de la ciudad. Allí han soportado ya dos épocas de lluvias, un tórrido verano e incluso un huracán. Más de trescientas noches durmiendo en el suelo, cocinando precariamente a la puerta de la tienda, echando un ojo a sus hijos pequeños que juegan entre los escombros, temiendo que algo no deseado pueda sucederle a sus hijas adolescentes.

Sin embargo, cada familia ha intentado “personalizar” un poco su parcela, aunque solo sea decorando con piedras y trozos de baldosas rotas, con más o menos gracia, la entrada de su tienda.

Y cada tienda tiene una historia, pero todas empiezan de la misma manera. Con el relato del día en el que todo tembló, todo se caía, todos gritaban. Sorprende un poco la tranquilidad con la que cuentan cómo lo perdieron todo. Todo menos la vida, recalcan siempre. Esa vida en la que tantas cosas cambiaron. Esa vida que ya era dura antes, pero que ahora lo es mucho más.

Una mujer con sus tres hijos. La casa donde alquilaba una habitación se hundió. Perdió todos sus enseres domésticos y su ropa; pero conservó el pequeño puesto ambulante con el que se sigue ganando la vida vendiendo pequeñas cositas, galletas, cuadernos y chucherías para los niños que van a la escuela. Claro que los padres de muchos de esos niños ya no pueden darles mucho dinero para sus caprichos y su negocio no va muy bien. ¿Planes de futuro? Tiene un pequeño terreno que heredó de su madre y le gustaría construir una casa, pero no tiene dinero y, de momento, no se plantea dejar de vivir en la tienda, pese a que ya no hay ninguna organización que les proporcioné ningún tipo de ayuda.

Otra madre de familia sola, al cargo de cinco niños, se ganaba la vida vendiendo ropa usada, pero ya no tiene ahorros para ir a Puerto Príncipe y adquirir más mercancía. Ganó un poco de dinero al principio trabajando en tareas de retirada de escombros, pero eso ya acabó. Vive de lo que le queda, hasta que se le acabe. Ha pagado el colegio de una de sus hijas, de la otra no. ¿Qué hará cuando se lo reclamen? No lo sabe. ¿Esperanzas para el futuro? Ninguna.

A otra familia que visitamos le reconstruyeron su casa. Una pequeña habitación de dos metros por seis, en la que viven siete personas y en la que todavía queda espacio para la pequeña tiendecita donde se ganan la vida. Están muy contentas porque ya no viven en una tienda, sino en una casa de hormigón, aunque los que la reconstruyeron no la dotaron de baño ni de cocina, y siguen teniendo que utilizar las letrinas del campamento.

Finalmente visitamos otra casa, la de una maestra jubilada. La planta baja resistió el terremoto, aunque hubo que demoler la planta de arriba. Vive de su pensión de 5.800 gourdes mensuales (unos 120 euros), con dos niños a su cargo.

Cuatro familias, cuatro historias.


domingo, 5 de diciembre de 2010

Bainet


Ayer estuve visitando una zona rural fuera de Jacmel.
Acompañaba a un equipo encargado de evaluar la respuesta ofrecida a la emergencia humanitaria tras el terremoto del 12 de enero.
Fue una jornada intensa e interesante. Salimos a las cinco, todavía de noche y bajo un hermoso cielo estrellado.
El camino era largo y duro. Debíamos de recorrer algo menos de ochenta kilómetros, pero estaba previsto que nos costara unas cinco horas llegar a nuestro destino. Y es que, en la mayor parte de los tramos, llamar carretera a la ruta que seguimos era algo aventurado. Quizá sería más adecuado considerarlo caminos por donde cabe un coche. En algunos casos incluso tuvimos que avanzar siguiendo el lecho de un río.
La primera cita era con el alcalde de Bainet, la capital del distrito que íbamos a visitar. No s recibió en su casa, porque ya no tenía oficina, después de que el terremoto dañara gravemente el edificio del ayuntamiento. Creo que siempre recordaré dos cosas: su sinceridad y sus chanclos rosas. Dejó claro que pretendía suplir su falta absoluta de medios (“la alcaldía no dispone ni de una bicicleta…”), con una dedicación al cargo de 24 horas al día, “de traje o en camiseta”.
Después de la ciudad nos fuimos internando en la montaña. Las familias allí tienen tendencia a vivir en casas aisladas, muy distantes unas de otras; pero existen pequeños núcleos, alrededor de la iglesia y la escuela, que se convierten en los centros de reunión.
En las diversas reuniones comencé a poner nombres, caras y voces a las víctimas del terremoto. Y también a conocer sus historias, sus distintas circunstancias personales y familiares. La mujer, todavía joven, que te cuenta, “lo único que no perdí en el terremoto fue la respiración”. Otra señora que afirma, “perdí todo lo que tenía: mi casa y tres cabras”. La imagen de un hombre, con cinco hijos pequeños, entre las ruinas de su casa, que reconstruirá “en cuanto tenga los medios y los ahorros necesarios”. O el relato de un matrimonio anciano: Su casa quedó totalmente destruida y ahora viven en una tienda de campaña. Un hijo ha comenzado a construir una nueva casa en ese terreno, pero sólo porque quiere casarse. Ellos suponen, esperan, que su hijo les permita vivir con ellos cuando la nueva vivienda esté terminada. Si no es así, seguirán viviendo en la tienda…
Entre todas estas historias siento que me quedo sin palabras. Sobre todo cuando, al partir, estos hombres y mujeres nos agradecen nuestra visita y ofrecen sus oraciones para que tengamos un feliz retorno a nuestros hogares.

Y me quedo pensando en que sí, que yo todavía tengo un hogar al que regresar.

jueves, 2 de diciembre de 2010

No hay pájaros en Jacmel

Hoy, mientras iba caminando hacia mi oficina, me he puesto a pensar en la fauna de Jacmel. En un primer lugar en la de mi hotel. En su jardín, bastante salvaje, habita una familia de gallinas, que imagino trabajan duramente para que no falten huevos en mi desayuno cada día. Junto a ellas, pero respetando cada uno su espacio, convive una colonia de patos, bastante pacíficos. Finalmente, existe también una pequeña colonia de pavos, tanto reales, como “republicanos”.

Por el camino, suelos cruzarme, como no, con unos cuantos perros, de raza indefinida y sin dueño conocido. En cualquier caso, nunca me he encontrado con ninguno con aspecto agresivo, sino todo lo contrario; mantienen una actitud sumisa y casi nunca se oyen ladrar.

Gatos he visto muy pocos, a no ser algunos muy chiquitines. Pero, evidentemente, esos chiquillos han de tener madre, e incluso padre, aunque los progenitores no se dejan ver mucho.

Pese a que Jacmel es una ciudad de mediano tamaño, no es raro que se crucen en tu camino cerdos, vacas con su ternero o alguna cabra. Es curioso que en creole cabra se dice “kabrit”, y da la impresión de que eso condiciona un poco que los animales nunca crezcan mucho. Así, nunca alcanzan el tamaño que esperaríamos de una cabra, no pasan de parecer siempre “cabritos”.

Alguna mañana temprano, he sentido también la presencia de algún burro “cantor”, de voz profunda y rotunda, que ensaya a menudo, tal vez buscando un representante que le lance al estrellato.

En la oficina, disfrutamos de la compañía permanente de una familia de geckos o salamanquesas, que normalmente se establecen por el techo y colaboran a mantener bajo control las poblaciones de insectos. Son simpáticas, y quizá gracias a ellas, la presencia de mosquitos, tan temidos en los trópicos, aquí no es muy notoria. Solamente la noche del paso del huracán Tomas sobre Jacmel me sentí acosado por los mosquitos; pero era comprensible, azotados por el viento y la lluvia, los pobres no tuvieron más remedio que buscar cobijo en la casa.

Pero la colonia más activa en la oficina es la de hormigas. Unas hormigas diminutas, pero ávidas por llevarse todo aquello que ellas consideren comestible. Hace unos días me sorprendí viendo como un trocito de barro desprendido de mis zapatillas avanzaba lentamente hacia la puerta. Cuando lo miré con detenimiento pude observar como un grupo de cincuenta o sesenta hormigas se esforzaban con denuedo en llevar el botín a su nido.

Pero cuando realizaba mentalmente este inventario o censo de los animales que me rodean, me di cuenta de que no había visto pájaros en Jacmel. El único canto que se oye es de las cigarras, nada refrescante, como todos sabemos. Me vino a la cabeza el libro “Primavera silenciosa” y me invadió una cierta tristeza.

Al fin ya cabo, los pájaros son uno de los símbolos universales de la libertad, una libertad que en Haití todavía parece estar un tanto “enjaulada”.

Al menos, recordé, otro símbolo, el de la Paz, la paloma, sí que habita en Jacmel. Esperemos que por mucho tiempo.