Hace muchos años conocí a un danés que, cuando cumplió cuarenta años, organizó una gran fiesta, a la que invitó a todos sus amistades. Quería celebrar que, según la esperanza media de vida en Dinamarca, él estaba en la mitad de su vida. No escatimó nada: comida, bebida ni orquesta en directo. Hasta encargó una especie de “pins” conmemorativos.
El día que yo cumplía cuarenta años estaba a trece mil kilómetros de todos mis seres queridos, recién llegado a otro país, rodeado de desconocidos. Ese día tuve que madrugar mucho, pues había quedado a las siete de la mañana para salir de viaje. Mientras esperaba a mi chófer en una plaza céntrica, me abordaron dos jóvenes veinteañeras. Muy simpáticas, me preguntaron quién era y a qué me dedicaba. Manifestaron su extrañeza de que alguien tan “atractivo” como yo estuviera tan solo y se empeñaron en dejarme un teléfono de contacto por si quería quedar con ellas. Interpreté el suceso como mi regalo de cumpleaños, una señal del cielo de que eso de “la crisis de los cuarenta” era un cuento chino, pues yo me encontraba, claramente, en mi mejor momento. Seguí pensando eso incluso después de deducir que las “jovencitas” no eran sino “profesionales” en busca de un “cliente”. (¿A esas horas? ¡Qué barbaridad, qué mal debía estar el "negocio"...!)
Ha pasado algún tiempo desde esta anécdota, y últimamente no hago sino pensar en que, ahora sí, ya he pasado el umbral estadístico de la mitad de mi Vida. Tengo por delante menos de lo que dejé atrás. Pero no es esa la circunstancia que más me preocupa, sino el hecho de no tener nada claro qué hacer en ese tiempo que me queda.
Creo que empiezo a ser un señor mayor. Incluso en un país tan irrespetuoso como España, la mayor parte de las veces los desconocidos me tratan de usted. Cuando hablo con mis hijos me recuerdo cada vez más a mi padre. De hecho, a menudo me pongo a sacar cuentas de qué estaba haciendo mi padre a estos años.
Y, sin embargo, siento que dentro de mí viven todavía el niño inseguro, el adolescente prepotente y el joven ilusionado…; pero no sé muy bien qué hacer con ellos. ¿Debo mandarlos callar o debo dejarlos que sigan ocupando un espacio en mi interior? Lo malo es que si les dejo, seguirán haciendo que, a menudo, mi comportamiento no sea exactamente el que se espera de un señor de mi edad…
Pero, ¿qué es lo que se espera de un “señor de mi edad”? ¿Qué debo hacer en la Vida? ¿Qué es lo que debo buscar? ¿Dinero? ¿Posición social? ¿Respetabilidad? ¿Reconocimiento público?
Se supone que el ser humano, una vez cubiertas sus necesidades más básicas se dedica a buscar la Felicidad. Pero algo tan sencillo puede adquirir muy diversas formas; tantas que muchas veces sucede que no sabemos reconocerla.
Yo tengo a mi lado el principal motivo para ser feliz: una compañera para lo bueno y para lo malo. Ambos estamos dispuestos a compartir el resto de nuestras vidas, pero ambos también estamos inmersos en un mar de dudas, respecto a qué hacer con esa Vida que nos queda.
Quizá debamos dejarnos llevar por las olas de ese mar; pero, para ello, creo que lo principal será tratar de reforzar la embarcación y repintarla. No dejar que una capa gris la cubra o que la falta de mantenimiento la debilite.
“Navegar sin temor, en el mar es lo mejor. Y si el cielo está muy azul, el barquito va contento por lo mares lejanos del Sur…”
El día que yo cumplía cuarenta años estaba a trece mil kilómetros de todos mis seres queridos, recién llegado a otro país, rodeado de desconocidos. Ese día tuve que madrugar mucho, pues había quedado a las siete de la mañana para salir de viaje. Mientras esperaba a mi chófer en una plaza céntrica, me abordaron dos jóvenes veinteañeras. Muy simpáticas, me preguntaron quién era y a qué me dedicaba. Manifestaron su extrañeza de que alguien tan “atractivo” como yo estuviera tan solo y se empeñaron en dejarme un teléfono de contacto por si quería quedar con ellas. Interpreté el suceso como mi regalo de cumpleaños, una señal del cielo de que eso de “la crisis de los cuarenta” era un cuento chino, pues yo me encontraba, claramente, en mi mejor momento. Seguí pensando eso incluso después de deducir que las “jovencitas” no eran sino “profesionales” en busca de un “cliente”. (¿A esas horas? ¡Qué barbaridad, qué mal debía estar el "negocio"...!)
Ha pasado algún tiempo desde esta anécdota, y últimamente no hago sino pensar en que, ahora sí, ya he pasado el umbral estadístico de la mitad de mi Vida. Tengo por delante menos de lo que dejé atrás. Pero no es esa la circunstancia que más me preocupa, sino el hecho de no tener nada claro qué hacer en ese tiempo que me queda.
Creo que empiezo a ser un señor mayor. Incluso en un país tan irrespetuoso como España, la mayor parte de las veces los desconocidos me tratan de usted. Cuando hablo con mis hijos me recuerdo cada vez más a mi padre. De hecho, a menudo me pongo a sacar cuentas de qué estaba haciendo mi padre a estos años.
Y, sin embargo, siento que dentro de mí viven todavía el niño inseguro, el adolescente prepotente y el joven ilusionado…; pero no sé muy bien qué hacer con ellos. ¿Debo mandarlos callar o debo dejarlos que sigan ocupando un espacio en mi interior? Lo malo es que si les dejo, seguirán haciendo que, a menudo, mi comportamiento no sea exactamente el que se espera de un señor de mi edad…
Pero, ¿qué es lo que se espera de un “señor de mi edad”? ¿Qué debo hacer en la Vida? ¿Qué es lo que debo buscar? ¿Dinero? ¿Posición social? ¿Respetabilidad? ¿Reconocimiento público?
Se supone que el ser humano, una vez cubiertas sus necesidades más básicas se dedica a buscar la Felicidad. Pero algo tan sencillo puede adquirir muy diversas formas; tantas que muchas veces sucede que no sabemos reconocerla.
Yo tengo a mi lado el principal motivo para ser feliz: una compañera para lo bueno y para lo malo. Ambos estamos dispuestos a compartir el resto de nuestras vidas, pero ambos también estamos inmersos en un mar de dudas, respecto a qué hacer con esa Vida que nos queda.
Quizá debamos dejarnos llevar por las olas de ese mar; pero, para ello, creo que lo principal será tratar de reforzar la embarcación y repintarla. No dejar que una capa gris la cubra o que la falta de mantenimiento la debilite.
“Navegar sin temor, en el mar es lo mejor. Y si el cielo está muy azul, el barquito va contento por lo mares lejanos del Sur…”
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