sábado, 23 de octubre de 2010

Destino Haití. Capítulo 2: noche en Santo Domingo

Carmen, amiga y compañera que conocí en Bolivia, vino a buscarme al aeropuerto de Santo Domingo con la mejor de las voluntades. Entre otras cosas, quería librarme de las pérfidas garras de los taxistas de la ciudad, unos “buitres” que revolotearían a mi alrededor en cuanto me vieran “nuevo”. A tal fin, sacamos cuentas y convinimos que nos saldría más barato alquilar un coche por un día que pagar las tarifas estipuladas entre el aeropuerto y la ciudad y viceversa. Además, podría disponer de sus inestimables servicios como guía y como buena conocedora de la peculiar idiosincrasia de la sociedad dominicana.

El problema era que Carmen no conduce mucho habitualmente, que ya se había hecho de noche, y que no tenía la más remota idea de dónde estaba el hotel que tenía yo reservado.

Pese a todo, nos metimos muy decididos en la autopista que comunica el aeropuerto y la capital. A los pocos kilómetros vimos mi hotel, pero no fuimos capaces de encontrar un modo de salir de la autopista, escasamente iluminada, por otra parte.

Un poco apurada, Carmen decidió llamar por el móvil al hotel, para pedir referencias de cómo llegar. Tras una conversación de más de cinco minutos, llegamos a la conclusión de que los empleados eran muy amables, pero tampoco podrían indicarnos nada. De manera que les avisamos de que llegaría más tarde y decidimos ir directamente a la capital.

Estuvimos un ratito en su casa, tomando una cerveza en su terraza mientras me iba poniendo un poco al día del ambiente político-social del país. Acababa de terminar una consultoría para el ministerio de Educación por lo que tenía bastante información interesante. Interesante fue también su observación de que, como había podido comprobar en el avión a los/las dominicanos/as les preocupa mucho estar siempre estupendos/as, pero que eso estaba alcanzando, en algunos casos niveles patológicos. Parece ser que determinado tipo de turismo tendía a considerar la isla un paraíso sexual y algunos sectores de la juventud local se sentían como “obligados” a responder, en cuanto a vestimenta, actitudes y objetivos, a esas expectativas externas.

Al cabo de un rato nos trasladamos a un pequeño bar al aire libre que ella conocía, a los pies de las ruinas del Monasterio de San Francisco, el primero fundado en tierras americanas, pero arrasado por un huracán algunos años más tarde. Sin duda era un lugar muy agradable, con música de fondo como parece inevitable en el Caribe, pero sin estridencias.

En un momento dado, se puso a llover y pedimos cobijo en una sombrilla cercana, ocupada por un pequeño grupo de jóvenes dominicanos. Nos acogieron de inmediato, pese a afirmar que eran un “peña” muy restringida que se reunía cada miércoles para charlar de todo tipo de temas, sin excluir los más delicados, como la política, la religión o los problemas sociales del país. La verdad es que el rato que pasamos con ellos fue bastante agradable, con un nivel dialéctico muy bueno, aunque amable y distendido. Carmen me confesó más tarde que ese no era el tipo de grupo de jóvenes que uno se suele encontrar en las noches de Santo Domingo.

Curiosidades de la tertulia: Me dijeron que era la primera vez que habían encontrado a un español “despierto” la primera noche tras un viaje transoceánico a Santo Domingo. Por otro lado, uno de los jóvenes estaba empeñado en mi tremendo parecido con el actor americano Tom Hanks en la película “Castaway”. Viendo alguna imagen de esa película no sé si debí tomármelo como un halago o como una provocación…

La otra curiosidad fue que, al revelarles que mi visita a Santo Domingo sólo era un tránsito hasta mi destino final en Haití, todos se pusieron de repente serios. Para ellos, el país dista de ser una “nación hermana”. Pese a compartir isla, los separan, según ellos, lengua, cultura y religión. Tenían opiniones bastante pesimistas sobre el futuro de Haití, pese a que el único que había cruzado la frontera no había estado más de veinte minutos en “el otro lado”.

Aunque el ambiente era agradable, Carmen y yo estuvimos de acuerdo en que había que irse, pues tenía que llevarme sano y salvo a mi hotel.

Esta vez conseguimos encontrar la entrada a la primera. De manera que, tras agradecerle a Carmen sus desvelos y despedirme de ella, pude, finalmente, tras chequearme en la recepción del hotel, encontrarme con una enorme cama para mi solito…

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