sábado, 6 de noviembre de 2010

Mañanita de sábado


Dicen que tras la tempestad, viene la calma. Y eso parecía, en efecto, que sucedía hoy en Jacmel. El día aparecía soleado, con pocas nubes y una suave brisa.

Me levanté temprano y salí a la calle recién duchado siguiendo un espejismo: me habían dicho que una panadería, al otro extremo de la ciudad, hacía, a veces croissants. Y yo hoy tenía capricho de croissants.

Caminar hoy por Jacmel era un solo un poco más difícil de lo habitual. Algo más de agua en los charcos, más barro, por supuesto, algo de tierra en la calle principal arrastrada desde las calles secundarias… Y eso, sí, la basura un poco más repartida…

Pero el ambiente, tras tanta lluvia, parecía como limpio y recién estrenado, con las hojas de los árboles de un verde brillante.

Tras cruzar toda la ciudad no logré encontrar esa soñada panadería. Cuando volvía, un tanto frustrado, uno de los blancos todoterrenos de Naciones Unidas me salpicó entero al pasar sobre un charco a mi lado. Poco después, un camión de la compañía eléctrica, que, por alguna razón, tenía la salida de su inmenso tubo de escape a un metro setenta del suelo, me echó to el humo a la cara; quizá ofreciéndose como secador.

Volvía yo pensando, irónicamente, en ese refrán de “a quien madruga, Dios le ayuda”, cuando un anciano canoso, sentado a la puerta de su casa, me saludó sonriente: “Bonjour” y me iluminó el día. Me acordé entonces de aquel otro viejo estribillo de mi infancia: “¿de qué color es la piel de Dios?”


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