martes, 23 de noviembre de 2010

Sin internet


Hoy he estado casi todo el día sin conexión a internet.

El nerviosismo que me ha invadido me ha hecho plantearme algunas cosas y, sobre todo, recordar otros tiempos.

Internet no existía, (al menos fuera de universidades o laboratorios militares…), la primera vez que salí a trabajar en cooperación internacional al otro lado del Atlántico. Y no estoy hablando de la Edad de Piedra, sino del año 1990.

Entonces lo normal era escribir cartas. Largas cartas, de varios folios, en las que contábamos a parientes y amigos lo que nos había acontecido en el último mes. Esas cartas, que se metían dentro de un sobre al que había que añadir vistosos sellos, tardaban normalmente quince días en llegar a su destino; a no ser que consiguieras el privilegio de que te las “colaran” en la misteriosa “valija diplomática” de la embajada, gracias a lo cual tardaban “sólo” cuatro o cinco días…

En la casa dónde vivía, teníamos teléfono, pero, dado el coste de las llamadas internacionales, nos permitíamos sólo una llamada al mes, corta, para tranquilizar a nuestras familias y convencerles de que sí, que estábamos bien, muy lejos, pero bien.

Como algo súper avanzado en esos momentos, considerábamos al fax. Gracias a él, casi milagrosamente, una carta introducida en un artefacto chirriante aparecía, al instante, en la otra esquina del mundo. Para hacer eso, teníamos que ir a la oficina central de correos y esperar cola pacientemente. En aquel entonces en España solían tener un fax solamente algunas empresas, de modo que el receptor solía ser algún cuñado que debía luego hacer llegar esa “carta mágica” a los padres, que acogían ese documento con las manos temblorosas de emoción.

Hoy en día, hasta mis septuagenarios padres se conectan al Skype y escriben mails. En todo momento podemos volcar nuestros pensamientos más profundos o la primera tontería que se nos ocurra en nuestro blog o en el Facebook para compartirla con docenas de personas. Si ocurre cualquier contrariedad, sean terremotos, huracanes, episodios de guerrilla urbana o simples dolores de muelas, podemos contárselo casi al instante a nuestros familiares y amigos.

Pero, ¿qué ocurre si un día nos quedamos sin internet? ¿Nos ponemos de inmediato a buscar folios, sobres y sellos? No. Llamamos a todos los conocidos cercanos para preguntarles si a ellos también les pasa corremos a su casa con el portátil para “estar conectados”.

¿Está la Humanidad más conectada gracias a Internet? ¿O sabíamos más los unos de los otros cuando escribíamos cartas? ¿Dónde ha quedado la emoción de mirar todos los días el buzón a ver si llegó carta se ese ser tan querido?


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