lunes, 13 de diciembre de 2010

Domingueando


En todos los lugares del mundo tiene que haber un gringo loco (bueno, en ocasiones más de uno). El de Jacmel es francés y se dedica al parapente. Se gana la vida enseñando a los turistas cómo es Haití desde el aire colgando de un paracaídas amarillo y rojo.

Así que esta mañana me invitaron a unirme a la expedición que iba a subir a La Vallée, el municipio del al lado, a encontrarse con él.

Esta vez viajamos en un Tap Tap propio e improvisado: nueve personas en la camioneta de una de las ONGs que trabajan aquí; la mayoría de ellas fuera en la parte de atrás, claro.

Durante el viaje, de alrededor de una hora, atravesamos una de las zonas más verdes y cuidadas que rodean a Jacmel. En esta zona me contaban que las casas tienen mucha mejor pinta porque casi todas las familias tienen a uno de sus miembros en Estados Unidos o Canadá que les envía dinero regularmente.

Llegados al punto de encuentro con el “piloto” subimos hasta una hermosa pradera en lo alto de una colina desde donde la vista era espectacular. De inmediato se desplegó el parapente y nuestro anfitrión comenzó a realizar un par de vuelos él solo para tantear las condiciones del viento.

Finalmente, decidió que hoy no era el día. No hacía sol y no encontraba las corrientes térmicas necesarias para un buen vuelo. Pese al chasco que supuso no poder volar, me sorprendió agradablemente su sentido de la responsabilidad, tan necesario en este país.

A la bajada entramos a comer en lo más parecido a un restaurante de carretera que puedes encontrar por aquí. El menú era sencillo: arroz con cabrito o bien cabrito con arroz. Nos decidimos por la primera opción.

Se echó de menos la posibilidad de tomar un cafecito después de comer, aunque no faltaban, como en ningún lugar del mundo, un surtido de alcoholes varios aprovechando los recursos locales.

Bueno, otra vez será.


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