sábado, 22 de enero de 2011

Comunicaciones

Me resulta curioso como algunas actitudes van cambiando con los años. Nuestra sociedad va cambiando, tal vez evolucionando. En grandes líneas creo que podría decirse que para mejor. A pesar de las tremendas desigualdades y de los grandes problemas a los que se enfrenta todavía la Humanidad es difícil negar que se han dado pasos hacia adelante.

Algunos cambios, sin embargo, me resultan chocantes. Uno de ellos es el que se refiere a la actitud al hablar por teléfono. Cuando yo era niño, no todas las casas tenían teléfono. Esos grandes aparatos de baquelita (por cierto, ¿qué ha sido de ese material?) solo estaban en algunas casas; generalmente en un lugar privilegiado. Para llamar a quienes no tenían teléfono en su hogar o en su lugar de trabajo había que recurrir a algún vecino cercano, que no tenía inconveniente en avisarle. En el caso de los pueblos, era muy normal que hubiera un solo teléfono para todos, de modo que la casa donde estaba se convertía en el centro de información del lugar. La telefonista, (porque, normalmente, el sistema estaba a cargo de una mujer), quizá en compensación por las molestias de tener que avisar a todo el mundo, llegaba a conocer la vida y milagros de todos sus convecinos.

De todos modos, recuerdo que en esa época teníamos un cierto pudor al hablar por teléfono. Si recibíamos una llamada y había otra persona en la habitación, como no podíamos llevar con nosotros el aparato (muchas veces sólidamente anclado en la pared), le pedíamos educadamente que saliera mientras hablábamos. En el caso de los pueblos, las centralitas solían disponer de una especie de “confesionario laico”, más o menos artesanal, donde se encerraba el que recibía la llamada para mantener una cierta intimidad.

Por no hablar de las cabinas, ese, entonces, omnipresente mobiliario urbano que nos permitía, de una forma casi mágica, hacer llamadas desde casi cualquier lugar. Además de que nos permitía una total intimidad y aislamiento, del que no siempre disponíamos en el hogar. Construidas a conciencia, su particular estética servía incluso para caracterizar paisajes, como en el caso de las cabinas inglesas. Dentro de ellas tuvieron lugar multitud de historias: amorosas, de infidelidad, policiacas, de espionaje… E incluso originaron un género característico dentro de los chistes y el humor gráfico.

Con la llegada de los teléfonos móviles, durante un tiempo se mantuvieron las formas heredadas de la época anterior. Hasta hace poco era normal, al recibir una llamada al móvil, excusarse con los presentes y salir de la habitación para contestar. Sin embargo, creo esa es una actitud a punto de extinguirse. Día a día compruebo que queda muy poco de ese pudor y ese deseo de intimidad en las comunicaciones. En general creo que se mantiene una actitud que no se bien si calificar de irresponsable o de exhibicionista. Por la calle, en los transportes públicos, en las tiendas e incluso en los centros de trabajo, nos vemos rodeados de conversaciones, supuestamente privadas, que no nos interesan en absoluto. Algunas son totalmente intrascendentes, pero otras llegan a causarnos turbación: discusiones conyugales, amenazas, súplicas… Estamos inmersos diariamente en un océano de emociones humanas que, sin embargo, es posible que cada vez nos hagan más insensibles al prójimo.

¿Qué diría de todo esto la telefonista del pueblo de mi abuelo?


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