jueves, 27 de enero de 2011

El trompetista

Esta tarde, como casi todos los días, he recorrido el camino de costumbre entre mi oficina y el hotel donde resido.
Atravieso primero un pequeño campamento de refugiados (¡todavía!) tras el terremoto. Después me bajo por una calle de tierra, aunque, digamos, “principal”. Me voy un encontrando, como es habitual, una pequeña muestra de la población del barrio: adolescentes que regresan del colegio, niños jugando con las piedras del camino, madres preparando la cena a la puerta de sus casas, un par de ebanistas que trabajan junto al camino, alguna minúscula tiendita, novios lavados y perfumados al encuentro de su amada …
La calle no está apenas iluminada, la noche ya ha caído y llevo conmigo una pequeña linterna para esquivar los baches y zanjas más procelosos, aunque, con el tiempo ya voy conociéndolos, claro. En ocasiones, soy deslumbrado por los faros de algún vehículo que viene de frente, sobre todo motos, una especie de “plaga bíblica” en Jacmel.
Todo era como siempre; pero, de pronto, una novedad. Atravesando una de las partes más oscuras del camino, escuché una música. Era el sonido suave y melancólico de una trompeta. Una melodía triste, pero aterciopelada, que parecía acariciarme. Sentí que me dejaba llevar por ella. No sé muy bien a donde, pero eran territorios que me parecían acogedores. Bajo la noche estrellada, por un momento, parecíamos estar el mundo solamente esa trompeta y yo.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Pero hay sensaciones que tampoco pueden reflejarse fácilmente con una imagen. Al cabo de un rato, a la puerta de una casa, débilmente iluminada, pude ver al trompetista. Era joven. No me vio, pero, al llegar yo hasta su altura, dejó de tocar y comenzó a bromear con un amigo que estaba a su lado. El hechizo se rompió. Como todos los hechizos. Volví a ser yo, volví a ser libre, volví a ser dueño de mi destino. Pero, por un instante, como nos ocurre al despertarnos de un bello sueño, no quise retornar a la realidad, a la vigilia. Quise volver a ese otro lugar extraño donde estuve por unos pocos minutos.
Supongo que todos tenemos derecho a unos momentos de melancolía.

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