domingo, 23 de agosto de 2009

Home, sweet home.

Tras cruzar el Eurotunel, ya quedaba menos para el anhelado fin de nuestro viaje. Sólo restaba llegar a Londres.
Bueno, llegar y entrar, pues Londres, es más que una ciudad; es prácticamente un país. Con más de 50 kilómetros de lado a lado, ocupa una extensión similar a la de Luxemburgo.
A pesar de contar con innumerables autopistas de entrada y una enorme circunvalación, los atascos de tráficos son habituales. Aunque son soportables para la flema británica, pueden llegar a resultar exasperantes para la furia española...
Esta megalópolis no es sino el resultado del invento inglés más exportado (bueno, después del fútbol, supongo): el adosado.
En Londres, salvo en el centro financiero, apenas existen edificios altos. Casi todo son casitas de dos plantas. Miles y miles de ellas. Barrios enteros constituidos por calles iguales, de casas iguales... Muchas de ellas resultan, individualmente, muy bonitas a los ojos españoles, tan maltratados por el feísmo arquitectónico de las VPO... Pero ese atractivo resulta bastante opacado cuando te encuentras quinientas casas iguales a tu alrededor.
Ese estilo de vida también implica que en los barrios de Londres, para no arruinar la estética, las tiendas están todas agrupadas en la calle principal o en grandes centros comerciales. En consecuencia, para cualquier compra básica, tienes que emprender una buena caminata, coger o el coche o tomar un transporte público.
La verdad es que el transporte público de Londres es muy denso y parece bastante bien organizado. Pero las distancias son tan grandes que, una vez más, ponen a prueba la paciencia española. Que alguien te diga que vive en Londres, relativamente céntrico, y tengas una hora de autobús o 40 minutos de metro al Big Ben...
En fín, supongo que a todo se acostumbra uno.

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